Pequeñas rocas saladas se deslizaban entre sus dedos. Una tras otra, en espiral permanente, como si los pensamientos las guiaran en sucesión interminable. La mano que las sostenìa, morena, pequeña, rugosa, llenaba los ojos de Misho, los entretenía con el baile cadencioso de los dedos, girando.
Una idea tras otra aparecía en la mente del adolescente y aunque los ojos permanecían fijos en los movimientos de su mano, el cerebro cabalgaba sin descanso, sin revelar lo febril de las ideas que lo atormentaban.
Eran casi seis ciclos de esperar los siete dìas más largos. El `"mìster" era el visitante no deseado que Misho querìa evitar siempre y muy a su pesar, seguìa recibiendo año tras año.
En la aldea, nadie entendìa por qué Misho se ponìa colorado cuando mencionaban al "míster". Las comadres y tías pensaban en lo afortunada que era Yoqui, mamá de Misho porque el visitante era cliente seguro del restaurante cada semana santa y consumía lo que diez clientes locales, aparte de la propina que convenientemente aportaba para tener a Misho como guìa turìstico permanente.
Los ojos de Misho, siempre tranquilos en su pasividad color de caña no delataban el odio que sentìa por el extraño. Ya no recordaba cuando llegó por primera vez. Sabía que tuvo que ver con unos platos voladores de colores brillantes que le dieron notoriedad en la escuela. Y la sonrisa de su mamá. Eso era inolvidable. Los azotes se acabaron casi por un mes cuando Misho le entregó el dinero pagado a cambio de su compañìa.
El trato era este: cuando el "mister" llegaba a la aldea, requería inmediatamente la presencia de Misho. Lo recogía en el restaurante entre nueve y diez de la mañana. Desayunaban juntos y luego se alejaban al mar. Misho lo acompañaba en la lancha para pescar, en compañìa de un vecino que por diez dòlares diarios divagaba voluntariamente con la vista fija en el motor. El "mister" pescaba, pero muchas veces pedía a Misho el auxilio de sus manos para aliviarse la espera con caricias prohibidas. El niño vomitó las primeras veces, provocando una estruendosa carcajada y muchas caricias indeseadas en la espalda inocente. Luego de la "pesca" regresaban al restaurante. Todas las comidas eran pagadas religiosamente y en abundancia. La mamá de Misho no entendìa por qué el pequeño no comía casi nada.
La tarde era peor, Misho desaparecía bajo el brazo del extranjero que, con apariencia fraterna, escondía las ansias que lo obligaban a peregrinar a esa playa desconocida cada verano. El destino era el "bungalow" que, convenientemente alejado, escondía la verdad. Aparentemente Misho acompañaría la soledad del turista, y éste había logrado abusar del niño cada día de los siete que anualmente dedicaba a "veranear" en la aldea.
Cada noche concluía con algunas cervezas. Misho escuchaba el desentonado canto del sujeto, mientras movía rítmicamente la hamaca hasta que la noche le daba libertad para rodar inconsciente por el piso. Dormía sin sueños, por el puro temor de recordar.
Misho presentía las fechas. Empezaba callado y terminaba gritando por dentro. Los ojos curiosos que a los seis años llamaron la atención del turista, poco a poco se volvieron transparentes: miraba sin mirar.
La asquerosa rutina se repetía año tras año. Misho nunca dijo nada, prefería llorar escondido que borrar la sonrisa de su mamá, que parecía encontrar felicidad en el manojo de dólares con que finalizaba el feriado.
Cuando la semana terminaba, el "mister" se despedía con lágrimas en los ojos, fundiéndose en un abrazo con Yoqui, que le recordaba lo bien recibido que siempre era por ahí. Misho, obligado por la madre, esperaba parado con la cabeza baja. Cuando finalmente la lancha desparecía, Misho corría por la playa, sin pensar en nada, sintiendo que la arena quemaba sus pies y deseando que todo su cuerpo fuera consumido por igual.
No se detenía hasta que encontraba una orilla rocosa y solitaria que poco a poco convirtiò en refugio.
Se sentaba con las pequeñas rocas y encontraba un poco de paz en el baile silencioso de las piedritas rodando por su mano, cuando las lágrimas le vaciaban el alma.
Hace dos días que la semana santa terminò. El ruido de la multitud escondió otra vez el sufrimiento de Misho.
Misho está solo y los pensamientos lo torturan. Se ve a sí mismo sin quererse ver, no alcanza a sentir tristeza porque el odio lo revuelca. Sabe que ya terminó, que tiene casi un año de libertad, pero once meses y tres semanas no son suficientes para ser libre. Sus recuerdos seguirán causándole ese dolor tan familiar en el estómago y la diarrea incurable que sigue a la pascua. Se verá otra vez en el espejo deseando ser transparente pero seguirá siendo el Misho de siempre.
Misho vino a mi una tarde de abril. No sé si la historia me la inventé o me encontró. Al principio le fabriqué una muerte. Pero la muerte a veces es libertad y hay Mishos que nunca la conocen.
Una idea tras otra aparecía en la mente del adolescente y aunque los ojos permanecían fijos en los movimientos de su mano, el cerebro cabalgaba sin descanso, sin revelar lo febril de las ideas que lo atormentaban.
Eran casi seis ciclos de esperar los siete dìas más largos. El `"mìster" era el visitante no deseado que Misho querìa evitar siempre y muy a su pesar, seguìa recibiendo año tras año.
En la aldea, nadie entendìa por qué Misho se ponìa colorado cuando mencionaban al "míster". Las comadres y tías pensaban en lo afortunada que era Yoqui, mamá de Misho porque el visitante era cliente seguro del restaurante cada semana santa y consumía lo que diez clientes locales, aparte de la propina que convenientemente aportaba para tener a Misho como guìa turìstico permanente.
Los ojos de Misho, siempre tranquilos en su pasividad color de caña no delataban el odio que sentìa por el extraño. Ya no recordaba cuando llegó por primera vez. Sabía que tuvo que ver con unos platos voladores de colores brillantes que le dieron notoriedad en la escuela. Y la sonrisa de su mamá. Eso era inolvidable. Los azotes se acabaron casi por un mes cuando Misho le entregó el dinero pagado a cambio de su compañìa.
El trato era este: cuando el "mister" llegaba a la aldea, requería inmediatamente la presencia de Misho. Lo recogía en el restaurante entre nueve y diez de la mañana. Desayunaban juntos y luego se alejaban al mar. Misho lo acompañaba en la lancha para pescar, en compañìa de un vecino que por diez dòlares diarios divagaba voluntariamente con la vista fija en el motor. El "mister" pescaba, pero muchas veces pedía a Misho el auxilio de sus manos para aliviarse la espera con caricias prohibidas. El niño vomitó las primeras veces, provocando una estruendosa carcajada y muchas caricias indeseadas en la espalda inocente. Luego de la "pesca" regresaban al restaurante. Todas las comidas eran pagadas religiosamente y en abundancia. La mamá de Misho no entendìa por qué el pequeño no comía casi nada.
La tarde era peor, Misho desaparecía bajo el brazo del extranjero que, con apariencia fraterna, escondía las ansias que lo obligaban a peregrinar a esa playa desconocida cada verano. El destino era el "bungalow" que, convenientemente alejado, escondía la verdad. Aparentemente Misho acompañaría la soledad del turista, y éste había logrado abusar del niño cada día de los siete que anualmente dedicaba a "veranear" en la aldea.
Cada noche concluía con algunas cervezas. Misho escuchaba el desentonado canto del sujeto, mientras movía rítmicamente la hamaca hasta que la noche le daba libertad para rodar inconsciente por el piso. Dormía sin sueños, por el puro temor de recordar.
Misho presentía las fechas. Empezaba callado y terminaba gritando por dentro. Los ojos curiosos que a los seis años llamaron la atención del turista, poco a poco se volvieron transparentes: miraba sin mirar.
La asquerosa rutina se repetía año tras año. Misho nunca dijo nada, prefería llorar escondido que borrar la sonrisa de su mamá, que parecía encontrar felicidad en el manojo de dólares con que finalizaba el feriado.
Cuando la semana terminaba, el "mister" se despedía con lágrimas en los ojos, fundiéndose en un abrazo con Yoqui, que le recordaba lo bien recibido que siempre era por ahí. Misho, obligado por la madre, esperaba parado con la cabeza baja. Cuando finalmente la lancha desparecía, Misho corría por la playa, sin pensar en nada, sintiendo que la arena quemaba sus pies y deseando que todo su cuerpo fuera consumido por igual.
No se detenía hasta que encontraba una orilla rocosa y solitaria que poco a poco convirtiò en refugio.
Se sentaba con las pequeñas rocas y encontraba un poco de paz en el baile silencioso de las piedritas rodando por su mano, cuando las lágrimas le vaciaban el alma.
Hace dos días que la semana santa terminò. El ruido de la multitud escondió otra vez el sufrimiento de Misho.
Misho está solo y los pensamientos lo torturan. Se ve a sí mismo sin quererse ver, no alcanza a sentir tristeza porque el odio lo revuelca. Sabe que ya terminó, que tiene casi un año de libertad, pero once meses y tres semanas no son suficientes para ser libre. Sus recuerdos seguirán causándole ese dolor tan familiar en el estómago y la diarrea incurable que sigue a la pascua. Se verá otra vez en el espejo deseando ser transparente pero seguirá siendo el Misho de siempre.
Misho vino a mi una tarde de abril. No sé si la historia me la inventé o me encontró. Al principio le fabriqué una muerte. Pero la muerte a veces es libertad y hay Mishos que nunca la conocen.