29 agosto 2013

Una absurda metáfora de respirar.

Camino todos los días con este cadáver encima. No pesa.
Me he acostumbrado al espacio de huesos fríos.  Las paredes son suaves, flexibles.
Muevo lo que hay fuera, veo a través de unos cuencos vacíos, camino dentro de unas calzas largas de piel que se acomodan sin dificultad.  A veces siento calor y a veces algo de frío. No recuerdo ya la sensación de viento. Eso no llega aquí dentro. La humedad sí.  A ella me pego y con ella me unto. Cuando el cadáver empieza a secarse, paso mis dedos por sus orillas, sacudo el moho y los hongos adheridos. Ensarto mis uñas y hago un trazo. Dibujo una puerta inversa. Una que cierra todo, una que solo puede abrirse hacia adentro. Me deslizo y ahí espero, hasta que la lluvia vuelve a mojar el cuerpo, hasta que los charcos lo hacen moldeable, hasta que alguien lo patea pensando que es basura, hasta que distinguen que nadie lo habita.
Entonces salgo y vuelvo a poblarlo, despido el cuarto oscuro y me reencuentro con mi ausencia, esa que se llena de grises y se pinta la boca con rojos absolutos. Esa que mueve un cadáver.

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