Hoy amanecí con un dolor en la vida, que no me deja. Tengo dos días que sueño raro... aunque no sé si es sueño o recuerdo.
Trato de estirar el día de ayer lo más que puedo, pero se me escurre entre las manos y tengo que despertar a este hoy que no deseo.
Me levanto y empiezo esta rutina acostumbrada de engarzarme al sistema que rechazo por antinatural, tratando de no cortar mis raíces y quedarme prendida a lo que quiero.
Reviso como todos los días los titulares de los diarios, como parte de mi rutina y página a página me va creciendo este dolor dentro.
Camino por la mañana para pedir ayuda para seres invisibles que no conozco, pero que siento que me gritan. Me topo con un muro de indiferencia burócrata que no se mueve, que se volvió gris a pesar de aparentar ser humano.
Sigo caminando, busco, palpo, tratando de encontrar algo de qué asirme y llego al semáforo. El payasito de siempre me llega a la pupila, otra vez. Ayer no pude dejarle nada, no traía. Hoy sí. Busco tratando de ganarle la carrera a la luz verde y le extiendo unas monedas que me dan vergüenza. Siento un pequeño roce helado y el corazón se me arruga.
No sé cuándo me empezó a crecer este torrente dentro. No fue en las clases de economía, tampoco en las de pobreza. Creo que el sol me derritió el hielo por dentro.
Sigo caminando. Veo a la cajera del banco, su rudeza y la sonrisa ensayada en juego con el uniforme nuevo. Me pregunto qué piensa, qué siente y me compadezco a mi, viéndola a ella.
Salgo. La cuenta aún tiene un poco más para terminar este mes que se ha vuelto interminable.
Regreso, me encierro. Estas cuatro paredes, verdes y frías, hoy son hostiles.
Callo, termino con los papeles y las respuestas que tengo sobre el escritorio y me enfrasco otra vez en la lectura.
Termino la jornada sintiéndome gris por dentro. No entiendo que me pasa y ni siquiera es temporada hormonal para echarle la culpa.
Un minuto, un segundo indescifrable da paso al torrente. Me rebalso. Las gotitas saladas acuden una a una y no puedo detenerlas, no sé como.
Lloro por mi, por este pedazo de vida que dejo encerrada en un edificio sombrío. Lloro por mi libertad perdida y mis alas cercenadas, por mi temor a salir corriendo.
Lloro por el miedo a perder mi miseria, por el payasito de manos frías y la cajera.
Lloro por el cadáver de una bebé que nunca he visto, por una asesinada, por otra desaparecida.
Lloro por los golpes ocultos, por la sangre muda que se ha quedado prendida en casas y en paredes.
Lloro por los niños que ven sufrir a la madre y por la madre que se deja mutilar para proteger a sus hijos. Lloro por los trabajadores de maquilas, por mi vecina abandonada.
Lloro porque no me caben tantas injusticias en los ojos y la indiferencia se sigue interponiendo.
Trato de estirar el día de ayer lo más que puedo, pero se me escurre entre las manos y tengo que despertar a este hoy que no deseo.
Me levanto y empiezo esta rutina acostumbrada de engarzarme al sistema que rechazo por antinatural, tratando de no cortar mis raíces y quedarme prendida a lo que quiero.
Reviso como todos los días los titulares de los diarios, como parte de mi rutina y página a página me va creciendo este dolor dentro.
Camino por la mañana para pedir ayuda para seres invisibles que no conozco, pero que siento que me gritan. Me topo con un muro de indiferencia burócrata que no se mueve, que se volvió gris a pesar de aparentar ser humano.
Sigo caminando, busco, palpo, tratando de encontrar algo de qué asirme y llego al semáforo. El payasito de siempre me llega a la pupila, otra vez. Ayer no pude dejarle nada, no traía. Hoy sí. Busco tratando de ganarle la carrera a la luz verde y le extiendo unas monedas que me dan vergüenza. Siento un pequeño roce helado y el corazón se me arruga.
No sé cuándo me empezó a crecer este torrente dentro. No fue en las clases de economía, tampoco en las de pobreza. Creo que el sol me derritió el hielo por dentro.
Sigo caminando. Veo a la cajera del banco, su rudeza y la sonrisa ensayada en juego con el uniforme nuevo. Me pregunto qué piensa, qué siente y me compadezco a mi, viéndola a ella.
Salgo. La cuenta aún tiene un poco más para terminar este mes que se ha vuelto interminable.
Regreso, me encierro. Estas cuatro paredes, verdes y frías, hoy son hostiles.
Callo, termino con los papeles y las respuestas que tengo sobre el escritorio y me enfrasco otra vez en la lectura.
Termino la jornada sintiéndome gris por dentro. No entiendo que me pasa y ni siquiera es temporada hormonal para echarle la culpa.
Un minuto, un segundo indescifrable da paso al torrente. Me rebalso. Las gotitas saladas acuden una a una y no puedo detenerlas, no sé como.
Lloro por mi, por este pedazo de vida que dejo encerrada en un edificio sombrío. Lloro por mi libertad perdida y mis alas cercenadas, por mi temor a salir corriendo.
Lloro por el miedo a perder mi miseria, por el payasito de manos frías y la cajera.
Lloro por el cadáver de una bebé que nunca he visto, por una asesinada, por otra desaparecida.
Lloro por los golpes ocultos, por la sangre muda que se ha quedado prendida en casas y en paredes.
Lloro por los niños que ven sufrir a la madre y por la madre que se deja mutilar para proteger a sus hijos. Lloro por los trabajadores de maquilas, por mi vecina abandonada.
Lloro porque no me caben tantas injusticias en los ojos y la indiferencia se sigue interponiendo.