16 marzo 2011

Ella

Cuando la conocí, me resultó tan parecida a mi en los aspectos escenciales de la vida y tan distinta a la vez.
Fue una mujer completa, pero llena de dolor. Quizá le pasó que sintió demasiado siempre. Vivió el inicio de su vida acomplejada por la iglesia, su familia y el qué dirán, hasta que treinta y pico años después de que le espantaran el mal en la pila de bautismo, decidió sacudirse prejuicios y temores para empezar a vivir.

Siempre se sintió relegada, incluso llegó a confesarme que preferiría haber nacido hombre, las cosas le serían más fáciles, decía, el único inconveniente sería la molestia de un poco de piel extra debajo del vientre y su convicción de declararse gay lo antes posible.

Se casó joven, o más bien la casaron, su familia, la sociedad, la familia del novio, el remordimiento de vivir en pecado y un montón de monstruos más que le provocaron el gusto por un largo vestido blanco de tafetán con encaje que le ceñía la estrecha cintura y que nunca más volvería a usar.

El esposo guardó silencio el primer año, mientras se acostumbraban a vivir juntos. Igual que ella, era joven e inexperto, pero se había mantenido a salvo de muchos prejuicios machistas que ya le caerían encima. La fidelidad existió los primeros catorce meses y se perdió después del primer trabajo formal de él, porque era imposible no notar a la compañera que estaba todo el día a su lado y rogaba (según él) por un día de placer sin compromisos.

Ella aprendió a soportar estóica por dos segundos y después se soltó a gritos, pataleta y puñetazos. Él era más fuerte y no le fue difícil contener su ira con un solo empujón.

La danza de golpes se prolongó hasta el nacimiento del primer hijo, gracias a Dios, varón, decía ella, y reinició cuando cumplió dos años. El hijo la ató a una casa que ella no quería, a unas funciones ejecutivas que se repetían incesantemente una tras otra, sin fin y sin la mínima pizca de trascendencia. Ella se encerró en sí misma y en un amor maternal excesivamente cuidadoso.

Poco tiempo después la conocí en el colegio. Llevaba una venda en el brazo y al preguntarle me respondió amablemente. Pensé en una accidente casero, pero tiempo después me confesó que en realidad ya acostumbraba a lacerarse para detener el llanto y la impotencia que sentía por tener que callar y conformarse con una vida que no le gustaba y un amor que ya no quería.

La mujercita tímida que conocí entonces, ya no existe. Voló, se fue junto con la inconformidad. No sé que tanto influí yo en eso, talvez le dio valor saber que tenía a alguien que la escuchaba sin huir, como su mamá que cada vez que auguraba un problema le rogaba a Santa Catalina que lo solucionara porque no quería cargar con la responsabilidad de una hija divorciada con todo y nieto incluido.

Ella se fue, yo espero que esté bien porque a mi me hace falta verla, aunque casi salto de gusto cuando me enteré que empezó a vivir la vida a su propio gusto. Aquí todo le quedaba apretado, como aquél viejo vestido blanco. Lloraba conmigo de impotencia por no tener a dónde ir, por sentirse desamparada a pesar de la inteligencia tan rotunda que posee. Se llevó al hijo y me contó que viajaría, aunque fuera de mochilera, que se iba para hacer una vida propia lejos de los convencionalismos, lejos del amor conformista y de la vida de mujer en la que la habían encasillado. Yo espero que esté bien, aunque ahora a mí me hace falta con quien hablar.

Publicado en El Caleidoscopio

1 comentario:

  1. Me senti identificada, es terrible quedarse atados a una vida inconforme solo por evitar el juicio de las personas que lo ven todo desde afuera. Espero un dia poderme llenar de valor y partir.

    Saludos.

    ResponderEliminar

¿Te apuntás?

Mi foto
Si pudiera dejar de escribir, seguramente lo haría. Mis otros blogs: lilianavillatoro.wordpress.com oracogeecocaro.blogspot.com eldecalogodelciempies.blogspot.com