
Nunca hablamos.
Pretendió forzar una confianza que nunca existió. Quería que le contara mi vida y mis planes de muerte, exigió que así fuera. No hablé. No lo hice. Nunca.
Dos meses después, en uno de tantos ataques de rabia, apuntó aquel dedo enfático en mi rostro y me culpó. Expió su culpa nuevamente en mi.
En el objeto, en el trofeo.
Y se olvidó del asunto, como se olvida casi siempre de todo, hasta de querer.
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