11 octubre 2013

Desde que las procesiones pasan frente a la casa de mi madre, puedo observarlo desde el balcón, cada viernes santo un poco antes de las seis.
Casi siempre lleva un traje morado, la cruz alta, dorada marcando su frente, distinguiéndolo como si no fuera suficiente la actitud de emperador, la vista altiva, la seguridad de la pureza.
Yo me pregunto, cuando lo veo caminar solemne, cuántos padrenuestros habrá necesitado para expiar sus manos abusivas, su gusto enfermo, la capacidad de arruinarles la vida a dos, a tres, a cuatro... ¿a cuántos niños?
Recuerdo después, cuando mi madre decía que era buen chico, el mejor de esa familia, el más decente. No acertaba a comentar nada, solo respondía mi asco y ahora entiendo por qué.
Quizá el próximo viernes santo, dios también se entere y le borre un poco la mueca asquerosa a cambio de esta pequeña oración. Por si acaso voy a adjuntarle unas cuantas avemarias.

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