22 diciembre 2011

Parcela 33

Fue el año de la caída de Arbenz, en el 54. Don Santiago sembró la idea, como tantas otras que le heredó.
17 años tenía de edad y tres trabajando con él. Mecánico, piloto, auxiliar para lo que se ofreciera. Viajes a la costa, para vigilar la cosecha de algodón. De regreso al altiplano, para hacer lo propio con el café. En la casa grande, cuidando las ocasionales borracheras de don Santiago.

La rutina iniciaba antes que el sol se pusiera y terminaba mucho después.  Los días se sucedían inmediatos. El trabajo no dejaba tiempo al disfrute, no había más que ocupar las manos: -cada minuto es un kilómetro- repetía don Santiago, aún con pie en tierra. Anticiparse era la tarea más importante y aquella en la que encontró mayor éxito.Don Santiago aprobó su esfuerzo y lo admitió en la casa grande en las horas de comida, lo adoptó como confidente y sin querer, le sembró una ruta: independencia.

En plena reforma agraria, don Santiago se acercó con una noticia: -Vos estás joven, yo miro que tenés ganas de trabajar - dijo con su acento catalán  -Vas a casarte-.
La sorpresa lo dejó frío, pero don Santiago no era hombre de misterios y con pocas palabras le explicó que estaban regalando tierra en la costa, pero debía tener familia. -Algunos alcaldes son mis amigos, de eso no te preocupés. No vas a poder sembrar algodón, pero es tierra y la tierra vale- le aseguró.

Convencido por la tenacidad del viejo, aceptó. 17 años, casado con Marianela Galindo, originaria de Cuilco, Huehuetenango. Nunca la conoció.

Don Santiago planificó el viaje a la costa, muy a propósito de la distribución de tierra. "El Rosario" decía el acta, parcela 33.  Los planes incluían tomar posesión de la tierra, aprovecharla y trabajar cada hora libre sembrando conacaste y cedro. Siete años después, la parcela estaría en total producción.
Los papeles se redactaron. Las actas se firmaron. Los sellos dieron fe. La gente empezó a acercarse.

Llegaron primero solos, con cara de amigos, pretendiendo hacer un favor. -Usted está joven, piénselo bien. Los que reciban la parcela, al otro día se van al cielo, eso dicen-

Después llegaron en grupo, vigilantes siempre de encontrarle solo.

El rumor se hizo tan grande que terminó por acabar con la ilusión de una parcela propia. Se lo dijo a don Santiago esa noche: - Le agradezco la intención, pero si voy a tener algo, va a ser porque me cueste. No quiero nada regalado, porque se va entre los dedos-. No le dijo de las amenazas, de todas formas el matrimonio de mentiras no lo dejaba en paz.

Don Santiago sonrió, reconociendo sus palabras en el muchacho.  -Sólo necesito que me arregle la cédula- dijo, con la tez morena encendida en llamas. -No te preocupés- respondió don Santiago, satisfecho de tenerlo otra vez a su servicio.  -¿y ella?- preguntó el muchacho- ¿está de acuerdo?  Don Santiago aspiro una bocanada de humo, lo miró a los ojos y calló.  Poco tiempo después le explicó, usando el mínimo de palabras posible, que lo había casado con una difunta. 

La parcela 33 quedó en la costa, junto al recuerdo de Marianela. Ambos se hicieron humo.


13 diciembre 2011

Nada

Abro los ojos.
No veo nada, solo oscuridad.

Quiero moverme.
No me siento.

Aspiro.
El aire no huele a nada.
Es simple aire, sin viento.
No lo siento, no lo necesito, no respiro.

Todo está en calma.
Abro un poco más los ojos.
Intento mi truco de niña, jugando a gato para asustar a la oscuridad.
No funciona.
No hay luz
No hay movimiento
No hay nada.

Intento recordar.
Dormí.
Me despedí con un beso, cerré el libro y apagué la luz.
Era una noche muy oscura.
Recuerdo que la almohada me molestaba, giré un poco y me dormí sin sueños.
Luego, desperté aquí.

Entiendo que es un espacio pequeño, porque no puedo moverme.
Tampoco puedo hablar.
Pronuncio frases, palabras... grito, pero todo se queda en mi cabeza.
No me encuentro la boca, no tengo manos para encontrarme.

Ya pasaron varias horas y no entiendo por qué nadie me despierta.
Otro mal sueño.
¡Muévanme!

Cuando tengo pesadillas funciona, despierto con un sonido gutural prendido en la garganta y la boca seca.

El reloj está mudo y todos aquí están sordos.

No hay frío.
Tampoco calor.
Solo tiempo,
solo yo.

Aguardo.
¿Me oyen? ¡Levántense!
Nada.

Pensamientos. Segundos. Minutos. Horas.
Oscuridad
Todo quieto.

Intento prestar atención, quiero descubrir un haz de luz. Uno solo.
¡Hablen, carajo!

Nada.

Intento moverme.
No puedo.
No siento mi peso. Nada me roza.
Parece como si de repente todo se hubiese congelado, menos mi mente.
¡Mierda!

Cierro los ojos.
La misma oscuridad de fuera, es la que tengo por dentro.
Me fuerzo a dormir.
Es imposible.
Estoy aquí, ¿no pueden verme?

Me hundo en un recuerdo. Me invento una historia.
Tal vez, sí, tal vez me pierda en los detalles y vuelva a dormir.

Es tarde.
A esta hora el café ya debió soltar su aroma.
No lo siento.
Falta poco para que despierten y yo con ellos.

Alguien se mueve.
Escucho voces.
¿Por qué hablan tan bajo?
¡Respondan!

¿Por qué callan?
¿Por qué me dejan aquí?
¡No se vayan!
!Estoy viva, carajo!

21 octubre 2011

Gris incompleto

Hoy amanecí con un dolor en la vida, que no me deja.  Tengo dos días que sueño raro... aunque no sé si es sueño o recuerdo.

Trato de estirar el día de ayer lo más que puedo, pero se me escurre entre las manos y tengo que despertar a este hoy que no deseo. 

Me levanto y empiezo esta rutina acostumbrada de engarzarme al sistema que rechazo por antinatural, tratando de no cortar mis raíces y quedarme prendida a lo que quiero. 

Reviso como todos los días los titulares de los diarios, como parte de mi rutina y página a página me va creciendo este dolor dentro. 

Camino por la mañana para pedir ayuda para seres invisibles que no conozco, pero que siento que me gritan.  Me topo con un muro de indiferencia burócrata que no se mueve, que se volvió gris a pesar de aparentar ser humano.

Sigo caminando, busco, palpo, tratando de encontrar algo de qué asirme y llego al semáforo.  El payasito de siempre me llega a la pupila, otra vez.  Ayer no pude dejarle nada, no traía.  Hoy sí.  Busco tratando de ganarle la carrera a la luz verde y le extiendo unas monedas que me dan vergüenza.  Siento un pequeño roce helado y el corazón se me arruga.

No sé cuándo me empezó a crecer este torrente dentro.  No fue en las clases de economía, tampoco en las de pobreza.  Creo que el sol me derritió el hielo por dentro.

Sigo caminando.  Veo a la cajera del banco, su rudeza y la sonrisa ensayada en juego con el uniforme nuevo.  Me pregunto qué piensa, qué siente y me compadezco a mi, viéndola a ella. 

Salgo. La cuenta aún tiene un poco más para terminar este mes que se ha vuelto interminable.

Regreso, me encierro.  Estas cuatro paredes, verdes y frías, hoy son hostiles. 

Callo, termino con los papeles y las respuestas que tengo sobre el escritorio y me enfrasco otra vez en la lectura.

Termino la jornada sintiéndome gris por dentro.  No entiendo que me pasa y ni siquiera es temporada hormonal para echarle la culpa. 

Un minuto, un segundo indescifrable da paso al torrente. Me rebalso.  Las gotitas saladas acuden una a una y no puedo detenerlas, no sé como.

Lloro por mi, por este pedazo de vida que dejo encerrada en un edificio sombrío.  Lloro por mi libertad perdida y mis alas cercenadas, por mi temor a salir corriendo.

Lloro por el miedo a perder mi miseria, por el payasito de manos frías y la cajera. 
Lloro por el cadáver de una bebé que nunca he visto, por una asesinada, por otra desaparecida.

Lloro por los golpes ocultos, por la sangre muda que se ha quedado prendida en casas y en paredes.

Lloro por los niños que ven sufrir a la madre y por la madre que se deja mutilar para proteger a sus hijos.  Lloro por los trabajadores de maquilas, por mi vecina abandonada. 

Lloro porque no me caben tantas injusticias en los ojos y la indiferencia se sigue interponiendo.

07 octubre 2011

Panfleto de la corteza-coraza

Hoy me cuesta respirar.  Este día es dístinto, esta corteza pesa más.  Me gustan los días en que soy capaz de levantarla en la madrugada, cargar con ella directo a la regadera y poco a poco dejar que se disuelva bajo el agua. Cinco segundos de libertad, sola yo con el agua tibia corriendo por la espalda. No importa si luego la coraza vuelve a crecer, enraizada en mi propia piel y apropiándose de mi cuerpo, ciñendo cada centímetro de lo que soy.

No me dí cuenta cuándo empezó a crecer esta piel nueva sobre mi propia piel, creo que fue cuando nací y el doctor le dijo a mi mamá "es una nena" sin poder ocultar un dejo de compasión en su tono condescendiente.  Puede ser que empezó a crecer la corteza junto a mi piel, el día que mi papá vio el ultrasonido y sólo pudo comentar "estas cosas no siempre resultan ciertas", como si mi sexo fuera una enfermedad que impedía mostrarles al hijo que siempre desearon.

Puede ser que haya nacido libre, sin la gruesa y áspera capa que me recubre.  Tal vez la corteza empezó a crecer conmigo, cada vez que un juego era negado por mi condición.  Las rodillas deben haber sido el primer espacio de mi cuerpo en tener corteza, porque tenía prohibido causarme raspones, eso me impediría lucir una linda minifalda cuando creciera.  Puede ser.  Nunca me pregunté cuándo apareció la corteza y aunque siempre me ha molestado, los intentos por cortarla me han dejado agotada. 

Hubo una época en la que despertaba sin coraza, es cierto.  Podía ir desnuda al baño, cerrar los ojos y seguir pensando sin restricciones. La corteza no apretaba.  Aparecía a la hora de vestirme para ir a la escuela y se disimulaba entre la falda paletoneada y las calcetas altas. Picaba.

Las coletas sólo agravaban la picazón en la cabeza. Yo quería la cabellera indomable de Damián, el chico rudo de kinder. Nunca pude tenerla, porque las coletas se encargaron de domar los instintos subersivos de este cabello imposible.

En primavera la coraza se desgaja, empieza a perder capas, como un árbol seco. En invierno se vuelve dura y ciñe aún más.  Puedo imaginarme vivir sin coraza, pero necesitaría estar desnuda y eso resulta más bien imposible, como vivir sin miedo. 

Viviendo bajo esta corteza, estoy protegida. Todos me ven, pero nadie me conoce.  Tengo además las gotas tibias que se diluyen en mi piel y me dejan sentirme.

¿Debo agradecer a la corteza ese momento de felicidad, pues si ella no existiese yo no podría percibir ese pequeño goce y me perdería en la liviandad de un mundo desenfrenado que quizá no pueda enfrentar?  Talvez si mi sexo se hubiese revelado distinto, esta corteza no tendría necesidad de ser y yo podría sentirme libre de andar desnuda.

**Coraza y corteza son dos palabras que involuntariamente se cruzaron y no quise cambiarlas porque me parece que se filtraron a propósito

11 mayo 2011

Misho

Pequeñas rocas saladas se deslizaban entre sus dedos. Una tras otra, en espiral permanente, como si los pensamientos las guiaran en sucesión interminable.  La mano que las sostenìa, morena, pequeña, rugosa, llenaba los ojos de Misho, los entretenía con el baile cadencioso de los dedos, girando. 

Una idea tras otra aparecía en la mente del adolescente y aunque los ojos permanecían fijos en los movimientos de su mano, el cerebro cabalgaba sin descanso, sin revelar lo febril de las ideas que lo atormentaban.

Eran casi seis ciclos de esperar los siete dìas más largos.  El `"mìster" era el visitante no deseado que Misho querìa evitar siempre y muy a su pesar, seguìa recibiendo año tras año.

En la aldea, nadie entendìa por qué Misho se ponìa colorado cuando mencionaban al "míster".  Las comadres y  tías pensaban en lo afortunada que era Yoqui, mamá de Misho porque el visitante era cliente seguro del restaurante cada semana santa y consumía lo que diez clientes locales, aparte de la propina que convenientemente aportaba para tener a Misho como guìa turìstico permanente.

Los ojos de Misho, siempre tranquilos en su pasividad color de caña no delataban el odio que sentìa por el extraño.  Ya no recordaba cuando llegó por primera vez. Sabía que tuvo que ver con unos platos voladores de colores brillantes que le dieron notoriedad en la escuela. Y la sonrisa de su mamá.  Eso era inolvidable. Los azotes se acabaron casi por un mes cuando Misho le entregó el dinero pagado a cambio de su compañìa.

El trato era este: cuando el "mister" llegaba a la aldea, requería inmediatamente la presencia de Misho. Lo recogía en el restaurante entre nueve y diez de la mañana. Desayunaban juntos y luego se alejaban al mar. Misho lo acompañaba en la lancha para pescar, en compañìa de un vecino que por diez dòlares diarios divagaba voluntariamente con la vista  fija en el motor.  El "mister" pescaba, pero muchas veces pedía a Misho el auxilio de sus manos para aliviarse la espera con caricias prohibidas. El niño vomitó las primeras veces, provocando una estruendosa carcajada y muchas caricias indeseadas en la espalda inocente.  Luego de la "pesca" regresaban al restaurante.  Todas las comidas eran pagadas religiosamente y en abundancia. La mamá de Misho no entendìa por qué el pequeño no comía casi nada.

La tarde era peor, Misho desaparecía bajo el brazo del extranjero que, con apariencia fraterna, escondía las ansias que lo obligaban a peregrinar a esa playa desconocida cada verano. El destino era el "bungalow" que, convenientemente alejado, escondía la verdad. Aparentemente Misho acompañaría la soledad del turista, y éste había logrado abusar del niño cada día de los siete que anualmente dedicaba a "veranear" en la aldea.

Cada noche concluía con algunas cervezas. Misho escuchaba el desentonado canto del sujeto, mientras movía rítmicamente la hamaca hasta que la noche le daba libertad para rodar inconsciente por el piso. Dormía sin sueños, por el puro temor de recordar.

Misho presentía las fechas.  Empezaba callado y terminaba gritando por dentro. Los ojos curiosos que a los seis años llamaron la atención del turista, poco a poco se volvieron transparentes: miraba sin mirar.

La asquerosa rutina se repetía año tras año. Misho nunca dijo nada, prefería llorar escondido que borrar la sonrisa de su mamá, que parecía encontrar felicidad en el manojo de dólares con que finalizaba el feriado.

Cuando la semana terminaba, el "mister" se despedía con lágrimas en los ojos, fundiéndose en un abrazo con Yoqui, que le recordaba lo bien recibido que siempre era por ahí.  Misho, obligado por la madre, esperaba parado con la cabeza baja.  Cuando finalmente la lancha desparecía, Misho corría por la playa, sin pensar en nada, sintiendo que la arena quemaba sus pies y deseando que todo su cuerpo fuera consumido por igual.

No se detenía hasta que encontraba una orilla rocosa y solitaria que poco a poco convirtiò en refugio.
Se sentaba con las pequeñas rocas y encontraba un poco de paz en el baile silencioso de las piedritas rodando por su mano, cuando las lágrimas le vaciaban el alma.


Hace dos días que la semana santa terminò.  El ruido de la multitud escondió otra vez el sufrimiento de Misho.

Misho está solo y los pensamientos lo torturan. Se ve a sí mismo sin quererse ver, no alcanza a sentir  tristeza porque el odio lo revuelca. Sabe que ya terminó, que tiene casi un año de libertad, pero once meses y tres semanas no son suficientes para ser libre.  Sus recuerdos seguirán causándole ese dolor tan familiar en el estómago y la diarrea incurable que sigue a la pascua. Se verá otra vez en el espejo deseando ser transparente pero seguirá siendo el Misho de siempre.




Misho vino a mi una tarde de abril. No sé si la historia me la inventé o me encontró. Al principio le fabriqué una muerte. Pero la muerte a veces es libertad y hay Mishos que nunca la conocen.

24 marzo 2011

Uy!

La Toma repasaba cada uno de los segundos del día más importante desde que llegó a trabajar a esa colonia.  Nunca había sido relevante, ni para ella, ni ella para los demás.
La Toma vivía mentalmente en La Barranca, la aldea que dejó tres meses atrás cuando su papá decidió que era mejor que se la llevara don Esteban a trabajar, a falta de fondos que alimentaran esa boca con apariencia siempre asustada.
La Toma no dijo nada, asintió. Era lo único que había aprendido a hacer para evitarse los golpes con el palo de membrillo.

Llegó a la Colonia con un corte sencillo y la blusa desteñida, un par de zapatitos plásticos cubiertos de lodo, que vestían los pequeños pies como botas interminables de piel y suciedad. El pelo enredado que se escapaba al nudo que lo atrapaba, no dejaba ver el par de ojitos curiosos, expectantes, que aunque en sonidos no lo tradujera, observaba a detalle todo lo que le rodeaba.

Don Esteban había contratado a la Toma, como le llamaron desde entonces a Tomasa, para trabajar con su nuera, en una colonia medio nueva, medio barata, medio sola y medio desconocida. La Toma viajó cinco horas en bus, por ladera y terracería y finalmente llegó a la ciudad, sucia, cansada y expectante.  Al entrar en la casa, inició la vorágine de órdenes: ahora lavá este trasto. No, con la esponjita. No, ese es el jabón de la ropa. No Toma, ay! esta Toma.

Pero hoy había sido diferente. La Toma se sentía importante y aunque agarraba la escoba como todos los días, se creía dueña de un tesoro importante, algo que era suyo, que le pertenecía, que la patrona no podía quitarle cuando escarbaba entre sus cosas, era un secreto.

"¡Uy! la seño... quien dijera? Quien se la mira tan chula y agarradita del señorón. El  don bien que se tiene guardadita su fuerza. Cuando vienen a buscar a la seño para cenar están solo abrazitos y cosas. Bien dice la seño que ya la tienen cansada de tanta babosada..."

"Y deplano ni me miraron. Yo ahí me quedé quietita, ni me moví. La mano me dolió porque estaba yo limpiando la ventana, pero del susto di´una vez me dejaron quieta.  Jo! Bien que se vio. La seño se subió de un brinco a su carrote. Ella siempre tan chula que se mira, aunque los ojos los tiene perdidos y no mucho habla, solo si le dice al marido."

"Atrás venía el don.  Ni le costo alcanzarla,  con lo chiquitía que es.  Ya ni arrancar su carro pudo. Cuando sonó el primer guamazo me asusté, pensé que había quebrado el vidrio.  A saber qué buscaban los dos adentro del carro, como que la seño le quitó algo al don..."

"¡Toma apurate! ya es hora de la refac de los nenes!".  Mecánicamente la Toma empezó a sacar las galletas y a preparar la leche, mientras en la cabecita las ideas daban vuelta. La imaginación nunca se le había despertado como aquel día.

"¡Uy! y si supiera la seño lo que vi. A saber que cara pondría. Chisme con la seño Chayo deplano.  La carita de la doñita cuando el don le pateó el carro pa´ que le abriera. Ella ni pío dijo, y solo miraba para todos lados, por eso me quedé quieta, para que no me viera."

"Cuando abrió un poquito el vidrio, el don le metió la mano y cabal que le pudo quitar llave. Ja! qué jalón el que le pegó a la pobre, arrastradita me la hizo afuera del carro y la tiró como que fuera trapo.  Llena de polvo se quedó la seño".  La Toma apuró las manos y avisó que la refacción estaba lista.  Movió un trapo, por puro instinto, para limpiar una gota imaginaria que siempre la perseguía después de servir y que a pesar del esfuerzo, la patrona siempre distinguía, pero para la Toma permanecía invisible.

"Si supiera que yo sé, la cara que pusiera la seño. Pobrecita, pena le diera. Vergüenza talvez.  Cuando se levantó del suelo estaba llorando y el don sacó a saber qué del carro, se dió la vuelta y la dejó ahí solitía. Suerte y no venía nadie, nadie vio, solo yo".

La Toma sonreía entonces, y ya no le importaron los gritos ni las órdenes arbitrarias, porque empezó a sentirse un poco unida a la vecina.  El secreto era de ella, nadie más vió, solo ella. Si soltaba ese pequeño testimonio, le regalaba un chisme a la patrona. No, esa historia era propia, de nadie más.  Se guardó para ella los detalles, se enjabonó con ellos en el baño diminuto que usaba, se peinó pensando detenidamente en cada segundo, cada palabra, cada gesto, cada golpe. Sonreía tranquila pensando ese secreto que la hacía diferente a todos los días:. Un poco madre de la vecina, un poco amiga de una extraña que no la notaba, un poco solidaria con su silencio, un poco igual a ella

21 marzo 2011

Cigüeñas no.. (adiós a los mitos)

El nuevo bebé llegó a la casa y por casualidad me encontró de visita inesperada, que no me gusta ser.
El largo sueño durante el viaje y el frío de una casa vacía le provocaron un llanto pequeño, seguro que sería atendido de forma inmediata, lo que me dió la oportunidad de ver a la nueva mamá despojándose de la ropa con un poco de pudor, dispuesta a atender el reclamo.
Por un error involuntario de curiosidad, una de las niñas que me acompañaba gritó al ver las puntadas apenas secas, testigas de la intromisión del bisturí en el vientre materno, lo que me confundió pues no creí que fuera para tanto ver un pezón expuesto.
Al entender que el susto fue causado por la herida, con toda naturalidad les expliqué a las dos chiquitas, una de cinco y otra de ocho años, que era por ahí que habían sacado al bebé, lo que no dejó de causarles asco.
Sintiendo una mirada fría detrás mio, vi a la abuela que se quedó de una pieza, asaltada por la frialdad de mi comentario y la imprudencia de dejar que la cigüeña esta vez se quedara fuera de la historia.
                                    
Caricatura: Tomada de Internet

De princesas y cuentos de hadas

Había una vez, una niña, que de tanto escuchar cuentos de princesas se creyó que la vida era uno.  Dispuesta a ser la heroína, se preparó durante años para atrapar a un príncipe, dispuesto a rescatarla de lo tedioso de una vida sin metas.  Tejió el cuento día con día, le agregó castillos cada vez más grandiosos, bailes interminables, traducciones a cualquier círculo animal que deseara oirla, canciones con voz de soprano con amigdalitis y ridículas aspiraciones por un final feliz. Finalmente y cuando la niña dejó de serlo, apareció un mozo con apariencia relevante que le inspiró aquello del primer beso de amor.

Del beso, el susodicho caballero pasó a las manos, que con o sin permiso, estrujaron cada centímetro de piel cubierta por tela para descubrirla y apoderarse con paso decidido de cualquier sensación que finalmente nunca llegó a importarle más que la satisfacción propia.

La princesa con destellos de asombro en los ojos vírgenes, fue testigo de la imprudencia.  Sobresaltada por que alguien tomara la libertad de ingresar en sus dominios, asumió que aquello debía ser parte de la felicidad eterna que prometía el beso y se quedó inmóvil más con curiosidad que con deseo.

Finalmente el aspirante a príncipe sacudió su apetito en un par de gotas, se alejó cantando y con una sonrisa de triunfo, mientras pensaba en el nuevo trofeo adquirido. La princesa quedó esperando un poco más. Cinco minutos después empezó a vestirse, pensando en el atuendo ideal que la ocasión ahora ameritaba.

Los días se sucedieron uno a otro y el príncipe simplemente no apareció. Innumerables sentimientos se congregaron en aquella limitada mentecita que empezó a especular con hechizos, madrastras, sapos y batallas, hasta que la amargura inundó totalmente la razón y la ira se apoderó de los pensamientos.

Una bruja malvada que agazapada en el interior de aquel corazón blando, había vivido relegada pero latente, empezó a surgir, a cavilar, latiendo cada vez más fuerte el instinto maligno para matar a la autocompasión.

La princesa resistió cuanto pudo, pero la bruja, cada vez más fuerte, terminó de dominar a fuerza de argumentos y razones, que en la mente de la princesa habían sido inexistentes.

Este nuevo ser carecía de canciones, existía únicamente para sí. ¿Los quehaceres y el bordado? para eso estaba la magia y el sentido le indicaba a la bruja que lo innecesario se obviaba.

La bruja, como antídoto para sobrevivir, empezó a atrapar príncipes. 
Con un brebaje escandaloso lograba presumir la forma de princesa y mantenerse en su sentido.  Cuando el caballero elegido creía tener una presa, la bruja aparecía y lo cogía por sorpresa. Era ella la que aceleradamente deslizaba sus manos por rincones prohibidos y bailaba a su gusto, arañando espaldas y sosteniendo sus impúdicos secretos sobre una cabalgadura siempre dispuesta, violenta, egoísta y finalmente feliz. Las sonrisas alteradas de los caballeros no sabían si reflejar gusto o pena por haber sido tomados a voluntad.

La bruja asaltó durante muchos años las virtudes ajenas, hasta que un día hastiada de darse gusto partió con la luna llena.  Nadie sabe a donde fue, pero muchos esperan su regreso.


16 marzo 2011

Ella

Cuando la conocí, me resultó tan parecida a mi en los aspectos escenciales de la vida y tan distinta a la vez.
Fue una mujer completa, pero llena de dolor. Quizá le pasó que sintió demasiado siempre. Vivió el inicio de su vida acomplejada por la iglesia, su familia y el qué dirán, hasta que treinta y pico años después de que le espantaran el mal en la pila de bautismo, decidió sacudirse prejuicios y temores para empezar a vivir.

Siempre se sintió relegada, incluso llegó a confesarme que preferiría haber nacido hombre, las cosas le serían más fáciles, decía, el único inconveniente sería la molestia de un poco de piel extra debajo del vientre y su convicción de declararse gay lo antes posible.

Se casó joven, o más bien la casaron, su familia, la sociedad, la familia del novio, el remordimiento de vivir en pecado y un montón de monstruos más que le provocaron el gusto por un largo vestido blanco de tafetán con encaje que le ceñía la estrecha cintura y que nunca más volvería a usar.

El esposo guardó silencio el primer año, mientras se acostumbraban a vivir juntos. Igual que ella, era joven e inexperto, pero se había mantenido a salvo de muchos prejuicios machistas que ya le caerían encima. La fidelidad existió los primeros catorce meses y se perdió después del primer trabajo formal de él, porque era imposible no notar a la compañera que estaba todo el día a su lado y rogaba (según él) por un día de placer sin compromisos.

Ella aprendió a soportar estóica por dos segundos y después se soltó a gritos, pataleta y puñetazos. Él era más fuerte y no le fue difícil contener su ira con un solo empujón.

La danza de golpes se prolongó hasta el nacimiento del primer hijo, gracias a Dios, varón, decía ella, y reinició cuando cumplió dos años. El hijo la ató a una casa que ella no quería, a unas funciones ejecutivas que se repetían incesantemente una tras otra, sin fin y sin la mínima pizca de trascendencia. Ella se encerró en sí misma y en un amor maternal excesivamente cuidadoso.

Poco tiempo después la conocí en el colegio. Llevaba una venda en el brazo y al preguntarle me respondió amablemente. Pensé en una accidente casero, pero tiempo después me confesó que en realidad ya acostumbraba a lacerarse para detener el llanto y la impotencia que sentía por tener que callar y conformarse con una vida que no le gustaba y un amor que ya no quería.

La mujercita tímida que conocí entonces, ya no existe. Voló, se fue junto con la inconformidad. No sé que tanto influí yo en eso, talvez le dio valor saber que tenía a alguien que la escuchaba sin huir, como su mamá que cada vez que auguraba un problema le rogaba a Santa Catalina que lo solucionara porque no quería cargar con la responsabilidad de una hija divorciada con todo y nieto incluido.

Ella se fue, yo espero que esté bien porque a mi me hace falta verla, aunque casi salto de gusto cuando me enteré que empezó a vivir la vida a su propio gusto. Aquí todo le quedaba apretado, como aquél viejo vestido blanco. Lloraba conmigo de impotencia por no tener a dónde ir, por sentirse desamparada a pesar de la inteligencia tan rotunda que posee. Se llevó al hijo y me contó que viajaría, aunque fuera de mochilera, que se iba para hacer una vida propia lejos de los convencionalismos, lejos del amor conformista y de la vida de mujer en la que la habían encasillado. Yo espero que esté bien, aunque ahora a mí me hace falta con quien hablar.

Publicado en El Caleidoscopio

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