26 octubre 2012

Gota

Vuelvo a encontrarme de pie, ante un fin de semana.  Empieza hoy, viernes.  Y estoy sola.
Me has dicho mil veces que no lo estoy y las mismas veces he respondido lo contrario.  Sola. Bonita palabra. Sola.

Puedo mezclarme en la multitud, puedo buscar un bar y conocer gente, puedo hundirme en el ruido de los demás para disimular mi soledad, puedo buscar compañía y encontrarla en un cigarro a medias, en el humo que se hunde en mis pulmones, en un vaso compartido, en los ojos de otro, de otros, de nadie, pero he decidido rendirme a la imperfección y quedarme sola.

Únicamente, nada más, sin otra cosa, dice el diccionario.  Sin nadie más, digo yo.
Sin nadie más que lo ampare, dice su definición. Sin necesitar compañía, digo yo.

Y pienso en lo complicado que se vuelve el tiempo cuando uno se piensa en perspectiva, desde ojos ajenos. En cuánto nos ajustamos a los deseos del otro, a su tiempo, a sus manías, con tal de satisfacer nuestro propio deseo de ser otra cosa diferente al desierto, y en cuán atractivo se me hace lo despoblado, lo seco, lo árido.

Sola.  En femenino, como parte de un todo musical que no necesita más nada. Una composición. Una voz, un instrumento que no requiere a ningún otro. Sola.

Un desierto que se extiende, infinito, como la carretera, como el viento que sopla en mi cara cuando dejo el vidrio abierto y piso el acelerador a fondo sin pensar en ningún destino.

Una gota de agua que no busca la inmensidad del mar, que se mueve constante del cielo al suelo, que se incendia, que se evapora, que llueve y que vuelve a ser gota en movimiento, que a veces se confunde con el éter y se funde en su propia estructura molecular para volver a ser gota, gota, gota, gota, gota.
Una sola gota,
una gota sola.
Sola.

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