Los dolores empezaron desde mucho antes. Esta angustia escondida en el pecho, reventándome el alma y lavándose con lágrimas que nunca acaban, persistente como mancha en ropa blanca. Lloraba como desquiciada y no entendía como detener el llanto. Me vaciaba y el torrente se llenaba de inmediato. Comía sin ver a nadie, sonreía por costumbre y el gris se instaló en mis pupilas, justo en el punto aquél que antes acostumbraba brillar.
El estómago fue siempre mi punto débil. Mi cuerpo encontró salida retorciéndome por la mitad, tal vez para recordar lo dividida que una mano ajena me dejó.
Ése día caminamos por el centro y ella me pidió que la acompañara al médico, quería que me viera, confiaba en una medicina que pudiera limpiarme el alma y desinfectarme de llanto, quería curarme la vida.
Él era un veterano conocido que logró limpiarse la muerte de sus dos primeras clientes con una vida filantrópica. Su indiferencia ante las enfermedades incurables llegó a confundirse con sabiduría.
Ella me llevó casi obligada, con el juramento anticipado de que no contaría "mi problema". Acepté para darle una esperanza que yo no entendía.
Esperamos una hora, mientras los pacientes uno a uno entraban por cinco minutos para recibir un par de palabras y una receta. Entramos juntas.
Me auscultó como siempre, mientras la escuchaba a ella en medio de un -mjm- que debió significar que nos comprendía. Terminó de palpar mi vientre, medir la presión sanguínea y concluir que no tenía nada.
Entonces, ella habló, disculpándose conmigo por faltar a la promesa y le preguntó si la enfermedad no tendría que ver con el tipo que encontré al lado de mi cama, hurgando entre los pliegues de mi ropa interior.
Él sonrió y me vio directo a los ojos. -No es cierto, lo soñaste, ¿verdad que lo soñaste?- dijo con aquella voz grave y rítmicamente diferente a la nuestra. -Señora - dijo entonces viéndola a ella- lo que pasa es que estas niñas ven mucha tele y leen cosas, por eso es que después sueñan y se creen que les pasó-.
Recuerdo el gris instalándose, definitivo y el odio que empezó a crecerme en el estómago cuando sin ninguna expresión y con una voz que no era mía, respondí: -Sí.
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