Hoy escuché a un tipo narrando violencia. Lloraba. Intentó calmarse y respirar. Le ganó la historia. Era él, joven, parado frente a un destacamento militar, salvándose por saber español y sintiéndose impotente mientras los campesinos que le acompañaban morían delante del fusil.
Nací tarde y recuerdo poco. Una pinta en la pared y a mi madre prohibiendo leerla. Un puesto militar y yo fingiendo dormir. Era pequeña, no sufrí. El silencio era natural y se quedó instalado. No ver, no leer, no comentar. Eran reglas fijas. Leí algunos libros que mi tío filtró. Las historias de papá eran balanceadas, ambos bandos lo interceptaron en algún momento y se salvo por neutral.
Escuché a alguien contar cómo seguía instrucciones de cortar orejas izquierdas para contar las bajas guerrilleras y me asombré en silencio porque era imposible responder de otra forma.
Cuánto miedo solapado. Cuánto silencio. Cuánta normalidad ante la muerte.
Nací tarde y recuerdo poco. Una pinta en la pared y a mi madre prohibiendo leerla. Un puesto militar y yo fingiendo dormir. Era pequeña, no sufrí. El silencio era natural y se quedó instalado. No ver, no leer, no comentar. Eran reglas fijas. Leí algunos libros que mi tío filtró. Las historias de papá eran balanceadas, ambos bandos lo interceptaron en algún momento y se salvo por neutral.
Escuché a alguien contar cómo seguía instrucciones de cortar orejas izquierdas para contar las bajas guerrilleras y me asombré en silencio porque era imposible responder de otra forma.
Cuánto miedo solapado. Cuánto silencio. Cuánta normalidad ante la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario