29 marzo 2012

Hora de abordar

Traté de llegar tarde al bus. Tres horas para perderme en mis pensamientos. Buena falta me hace el zen, pero no, pasa como en una mala película en que las coincidencias resultan tan obvias que no son creíbles. El dueño del transporte esta ahí y me conoce. Me sugiere adelantar el viaje.  Espacio suficiente y peligro disminuido por la advertencia de derrumbes. Acepto.

20 minutos sentada en la salita de espera. La última advertencia, entre un pensamiento y otro, y el baño que era obligatorio. No fue mi culpa, el sanitario de mujeres siempre estuvo a la derecha y no me avisaron cuándo cambió. Entro como zombie y aunque advierto un par de miradas detrás mío, ya me acostumbré a esa curiosidad.

Cruzo la puerta y lo encuentro todo casi normal. El baño está más sucio y los olores no son nada digno de contar. Algo que soportás por la pura urgencia fisiológica que antecede a cinco horas de viaje. Ahora que lo pienso, estaba tan distraída que no me percate del mingitorio a mi izquierda.  Si al abrir la puerta hubiera descubierto a alguien de pie, la cara me habría estallado de vergüenza. Pero no fue así.

Concluyo mis asuntos antes de percibir una voz masculina comentando con otra el calor del día. Una respuesta  amable. Escucho en silencio, tratando de entender. Tanta cordialidad y la certeza de una puerta cerrada, me dan tiempo suficiente para subirme los pantalones y cuidar cada movimiento. Río en silencio.

Me enfrío lo suficiente como para que no distingan la vergüenza en mi cara y luego de que el primer tipo sale, me enfrento al segundo por la espalda y lo dejo mudo con una disculpa, mientras me lavo las manos con urgencia.

Salgo y me aferro a la pieza de papel con que seco mis manos.

3:30. Es hora de abordar.

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