No puedo ver el vídeo ése de Metallica, sin reaccionar. No por la carga de significados que contiene el discurso visual ni por la conclusión tan desacertada del mismo. Es por la niña de short que me encuentro frecuentemente en la calle del café.
Camina siempre viendo al frente y pocas veces baja la cabeza. Debe tener 16 años a lo sumo, pero me asombra el despliegue de sensualidad que posee y el desafío permanente en sus ojos. Podría ser mi hija.
A veces se cubre la cabeza con una capucha, pero las piernas, largas y delgadas siempre van desnudas, siempre viste con ese pantaloncito corto y sucio, siempre con sandalias.
Temporadas la encuentro caminando cerca de la parada del bus, otras al final de la calle por donde queda mi oficina, esperando que alguien la recoja. La última vez que visité a alguien en el hospital estaba sentada, devorando con ansiedad una tortilla.
¿Quién es?
Alguien se atrevió a gritarle un "adiós mamita chula", infame como suelen ser y ella, muy propia, le respondió con un "que te vaya bien, papito lindo" que desarmó al idiota. Esa vez quise ser como ella.
Podés verla, pero ella no mira. Andan sus pensamientos no sé en donde y no sé si ella sabe cuando no está drogada. A veces el instinto maternal se me activa y me urge a protegerla, a salvarla de este mundo caótico que permite que esta chiquita ande por la calle vendiendo sexo y que alguien se lo compre así sin más. Su mirada me descompone y la forma en que endereza el cuerpo cuando va a cruzarse conmigo en la acera me desarma las intenciones.
Es muy fácil andar por ahí viendo las injusticias del mundo, declarando a todo pulmón lo que no debe ser, pero en esta ocasión la impotencia me gana y me vuelca a la insignificancia de mi humanidad y ya no sé ni para dónde salir corriendo, a pedir que me desaten las manos.
Camina siempre viendo al frente y pocas veces baja la cabeza. Debe tener 16 años a lo sumo, pero me asombra el despliegue de sensualidad que posee y el desafío permanente en sus ojos. Podría ser mi hija.
A veces se cubre la cabeza con una capucha, pero las piernas, largas y delgadas siempre van desnudas, siempre viste con ese pantaloncito corto y sucio, siempre con sandalias.
Temporadas la encuentro caminando cerca de la parada del bus, otras al final de la calle por donde queda mi oficina, esperando que alguien la recoja. La última vez que visité a alguien en el hospital estaba sentada, devorando con ansiedad una tortilla.
¿Quién es?
Alguien se atrevió a gritarle un "adiós mamita chula", infame como suelen ser y ella, muy propia, le respondió con un "que te vaya bien, papito lindo" que desarmó al idiota. Esa vez quise ser como ella.
Podés verla, pero ella no mira. Andan sus pensamientos no sé en donde y no sé si ella sabe cuando no está drogada. A veces el instinto maternal se me activa y me urge a protegerla, a salvarla de este mundo caótico que permite que esta chiquita ande por la calle vendiendo sexo y que alguien se lo compre así sin más. Su mirada me descompone y la forma en que endereza el cuerpo cuando va a cruzarse conmigo en la acera me desarma las intenciones.
Es muy fácil andar por ahí viendo las injusticias del mundo, declarando a todo pulmón lo que no debe ser, pero en esta ocasión la impotencia me gana y me vuelca a la insignificancia de mi humanidad y ya no sé ni para dónde salir corriendo, a pedir que me desaten las manos.
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