El fango y las cicatrices en las manos
resbalar, caer, aferrarse, soltarse
ahogarse
tragar la tierra
aspirar la mierda
mover las piernas
para descubrirte cadáver vivo
Lamerte la piel
dejar que endurezca
crearte adentro
muy dentro
donde nada más crezca.
Y ahí en el fondo, en la oscuridad y en la tristeza
morirte
porque no quedan más ganas de creer
voltear el dorso, ya agrietado
y limpiarte el mar
que vuelve a inundar
que se retira
y te deja la sal
y encontrarte
lamentablemente
viva.
Frente a la ventana había un pequeño espacio, entre la pared y la cama. El cuerpo pequeño se acomodaba con agilidad deslizando la cadera hasta hacerse invisible en la habitación. Se cubría con un libro y soñaba que nadie notaba su ausencia. Eran tiempos buenos. Luz naranja rebotando al final de la tarde, mamá gritando, llamando hasta encontrar, riendo por la ocurrencia. La noche llegaba en compañía, los rituales familiares se repetían y no había más afán que vivir cada día esperando que esa noche, el closet permaneciera cerrado, las cerraduras fueran más resistentes, los rostros que se dibujaban con la luz de la ventana sobre la madera, la ropa, el piso, las cortinas no llegaran a materializarse, a reir con la boca abierta y los colmillos expuestos, a verla con los ojos desorbitados y ansiosos, a pegarse en su mirada hasta desaparecer detrás de la imagen desenfocada, burlones, atentos a la pesadez y la imposibilidad de huir de aquellas cobijas que nunca ampararon el miedo.
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El título corresponde a una canción de Cat Stevens que se atravesó hoy. ¿Coincidencia?, si, quizá.
Pasa, decía mamá que a todas las familias les pasa, los matrimonios tienen etapas difíciles (cada 7 años dicen algunos), la rutina se impone, la falta de novedad, el sexo repetitivo, las cuentas, las insatisfacciones propias y las compartidas, la vida que se ve terminada en plena juventud con un plan cierto, la hipoteca planificada, el miedo a la vejez, alguien que notó una oportunidad y habló en un lenguaje atrevido y le movió la esperanza de colorear el tedio, la tentación, los pecados, las ganas de mudarse de vida, de ser diferente, la adolescencia inconclusa, el hambre de libertad, los defectos aceptados a la fuerza, la vida que se escapa en cada almuerzo familiar, la mano en el cuello, las piernas rozando con disimulo, el brillo nuevo en los ojos, las ganas de besar otra boca, un gemido, el cuerpo apretado, las manos buscando con ansiedad, la culpa, el orgasmo, la culpa otra vez, mierda, la culpa, el niño hablando fuerte, la vista en la
pantalla, los mensajes, la necesidad de saber qué fui para vos, la noche repetida, el cuerpo familiar, hermano, ya no amante, los pies fríos, el asco por sí mismo, por el otro, por el olor compartido, por la cama conocida, por el tedio, la calva incipiente, las arrugas que se harán profundas, el cepillo de dientes mal colocado, las toallas mojadas, la sed de uno mismo, la zozobra, los gritos, el enojo, la frustración por lo que no hay aunque haya de todo, la distancia, el frío y el calor, el hielo y el fuego, las manos que se prenden, la lengua que aprende a saborear de nuevo, la tristeza del cuerpo abandonado, el espacio, la ruptura, las lágrimas, los reproches, el enojo del otro, la culpa propia, mierda, la culpa, el abandono, la casa vacía, los pasos escasos, el niño preguntando, el niño llorando, esta casa no es casa es un barco que se hunde, la gente, las explicaciones, los vecinos preguntando por vos, el almuerzo familiar convertido en velorio, las llamadas, los recordatorios, las memorias, las fotos de la boda, de la luna de miel, cuando éramos jóvenes, los planes que dejamos en el camino, la canción que te gustaba, todas las que olvidamos, el té, la compañía en las noches de desvelo, el sillón para uno solo, la vida que vibra afuera, la gente nueva, la fiesta, el duelo, la fiesta, el duelo, la fiesta, el duelo, las bienvenidas y los adioses, los legos para armar otra mentira, el reacomodo, la ira por lo que nunca fuiste y siempre quisiste que fuera, los pagos, las cuentas, los acuerdos, el abogado, la abogada, firmas pendientes, vida familiar, la cita en el juzgado, llamadas, un cigarro, el trago de medianoche, otra vez los recuerdos y la culpa, mierda, la culpa, las lágrimas, el desencanto, el cuerpo nuevo que se fue para siempre, las arrugas propias, la soledad de la madrugada, la cama vacía, otra vez tu canción, los recuerdos, la falta, la ausencia, las disculpas, los gritos, el llanto, los mensajes, el arrepentimiento, la vida que se te acaba, la soledad que no mediste, el regreso, el abrazo de hermano, de compañero, el perdón que tiene filo, la cama otra vez compartida, la rutina levantada del suelo, la hoguera consumida y abandonada, la ceniza del hola y el adiós que se sacude de la foto que adorna la chimenea.
Quisiera con todas mis fuerzas
creer que soy suficiente razón
para el amor
pero el muy hijo de puta
siempre se encarga de recordarme
cuánto pesan las sombras.
Busqué en las orillas, al borde de mis desiertos
lejos, en lo alto y en la profundidad de lo oscuro
toqué texturas, caminé despacio y me probé a mi misma
que podía viajar permanentemente
caminar conmigo a cuestas
desnuda
sin nada
viviendo
Encontré una roca y me detuve a contemplar mi camino
no calculé mis pasos, ni el tiempo
Hablás durante horas, cambiás el tema, buscás recursos para no perderte de mi vista, para tener mi atención. Yo, que estoy llena de silencio, me sobrepongo a la sorpresa y a la intromisión que tu cariño hace en mi vida e intento darte cuánto puedo. Aunque sospecho que no logro que sea suficiente.
Encontrás un momento en que estamos solas y por fin decidís desprenderte. "Ahora siento más paz", decís porque no hay nadie con nosotras, con tus celos prontos y tu costumbre de entenderme de tu propiedad. Corrés al agua, devolvés las sandalias, hundís las piernas, los brazos, la cara. Sonreís feliz en tu pequeño espacio de libertad. Contás los segundos. "¿Cuánto es sesenta más sesenta, mami?" Preguntás, porque te cedí dos minutos más. Entiendo que es poco, los dejo correr. Te veo y me lleno de mi silencio mientras vos fabricás tu ruido.
Salís por fin, seco tu pelo, tu espalda. Te cubro con mi ropa y volvemos a caminar entre las piedras y la tierra, en el camino nuevo. Encontramos un recoveco, uno pequeño en el que la piedra es alta y filosa pero no imposible. Te detenés. Extiendo mi mano para ayudarte a pasar. Me tomás. Sos firme, caminás sin soltarme. Cuando estás segura, dejás mi mano y yo quedo detrás. Volteás y rápida extendés tu brazo, tu manita. Te pido que no te preocupés, la dificultad no es nueva. Sonréis y me decís que no me preocupe yo, que ahí estás también para mi.
Y me gusta pensar nuestro viaje así. Vamos juntas, cada una reconociendo a la otra, aprendiendo a entendernos y dándonos todo el cariño que sea posible. Imagino que la vida traerá otros recovecos y quiero estar ahí cuando sintás miedo, cuando necesités mi mano. Saber que vas a agarrarte de mi con firmeza para seguir avanzando y que cuando te sintás segura, sigás caminando.
Ese, es el amor, el más grande, dulce y tibio que he conocido hasta ahora, Monserrat.
Tomó la Curandera toda la tristeza de los ojos y la llevó al pecho.
Era el lugar más lejano que conocía, el definitivo para arrancar ese sentimiento.
Aspiró el dolor y el desamparo, sorbió la soledad, sembró con sus dedos el sitio despoblado que gritaba cobijo.
Encendió el fuego, acercó la llama. Cubrió el desahucio con su propio cuerpo. Se volvió esponja. Secó heridas, encendió farolas.
Caminó entre el desierto buscando agua. Penetró el suelo, gritó conjuros, se inventó un ritual.Aspiró humo, expiró lamentos.
Se hundió en el cuerpo lastimado, se olvidó curando y se volvió humo que fue aspirado, ritual inventado, conjuro repetido, agua fluyendo del desierto. Encontró farolas que no existían en su propia piel, sintió una esponja limpiando sus heridas, tiñendo sus surcos, descubrió un cuerpo cubriendo su propio desahucio. Sintió el calor de una llama cercana, el despoblado cubierto, callando el grito que clamaba cobijo, el dolor que se elevaba fuera del cuerpo, el desamparo que ya no era, los labios que se llevaban la soledad, la tristeza que no existía más en sus ojos.
Un día de mayo hace mucho tiempo perdí la fe. No sé si la dejé tirada junto al pavimento al lado del cadáver desnudo, maltratado, violado, cortado en pedazos dentro de una bolsa negra. O en la bolsa de flex que la mujer desnutrida aspiraba antes de perderse en el basurero buscando comida. Quizá se rasgó junto al vientre de la niña sorprendida por aquella embestida salvaje. Puede ser que se haya perdido entre las canas del Bboy que intenta sostenerse de cabeza antes que el semáforo le corte el intento y el temblor de su cuerpo lo delate lejos de aquella juventud que se quedó en el concreto. A lo mejor mi fe es esa imagen de una familia orando en un solo gesto, sentados los tres, madre, padre e hijo en las gradas de un hospital privado disimulando el cansancio y la frustración. Tal vez se la llevó entre los pies la mujer que repite las calles con los ojos perdidos, pidiendo dinero, tumbándose en el suelo, amenazando con su locura a todos los normales. Quizá la dejé ir en la frazada color camello que cubrió un cuerpo abandonado la mañana de navidad, lívido por el alcohol y la tristeza frente a la puerta de la casa que guardaba los fantasmas. O se fue volando entre los días. Entre las horas. Entre el afán del futuro y la saña del presente al mostrarme su crudeza.
Tal vez mi fe solo alcanzaba para detener las lluvias, para encontrar cosas perdidas, para mantener a raya la fiebre de los míos cuando no representaba en realidad ningún peligro.
A veces soy un puente
un trayecto en un espacio doloroso
un camino que atraviesa sobre otro que se borró
pintando colores sobre la tristeza
saboreando en la inmovilidad
las cenizas renovadas.
A veces soy el agua que está debajo del puente.
Y la lluvia que golpea sobre él
La que detiene el paso
la que borra el camino
la que entorpece el trayecto
A veces soy puente
tendido sobre guijarros secos
testigo de un arroyo
que volvió finalmente al mar
A veces soy caminante
que busca el suelo
que intenta atravesar
aferrada al risco
a cada orilla
palpando el espacio a oscuras
con pasos temerarios
que no intuyen ruta.
Detenida a veces
(en el paraje agreste)
desafiante otras
(cuando los pies se vuelcan sativos).
A veces soy un puente
suspendido de tirantes cables
sujeto a tierra firme saboreando bastiones
fundido al arriostre
que olvida
la lluvia
los guijarros
el trayecto
y las cenizas,
que deja atrás los portales.
El muro era alto, el oleaje lo ameritaba. El agua golpeaba con fuerza, con rudeza, carcomía extremos, roía la roca y desenterraba raíces. El mar desafiaba, inundaba y dañaba. Rompía a su paso.
Ante el dolor del desastre se elevó un Rompeolas que defendiera la costa. Un muro terrible, de concreto, hierro, indiferencia, frío y distancia. Rocas inmensas disimulaban la tremenda estructura interior que se afianzaba al suelo, inconmovible, desafiando al mar que seguía llegando, dejando que se acercara, que embistiera, pero sosteniendo incólume el territorio conquistado. El mar se devolvía, no siempre presuroso. Dañaba, pero la costa mantenía su esencia, su certeza de permanecer estática, su falta de estragos.
Hasta que el mar cambio.
El oleaje se detuvo, embistió de una forma nueva. Lenta, el agua se desbordó por cada centímetro de roca. Sin fuerza pero con seguridad. Recorrió el borde, pulsó cada esquina, encontró resquicios nuevos, los pulsó sin frío, sin violencia. La sal abrazó la roca, se impregnó de ella y la saboreó. Sal saboreando roca. Agua bebiendo metal.
Si pudiera dejar de escribir, seguramente lo haría.
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