Un día de mayo hace mucho tiempo perdí la fe. No sé si la dejé tirada junto al pavimento al lado del cadáver desnudo, maltratado, violado, cortado en pedazos dentro de una bolsa negra. O en la bolsa de flex que la mujer desnutrida aspiraba antes de perderse en el basurero buscando comida. Quizá se rasgó junto al vientre de la niña sorprendida por aquella embestida salvaje. Puede ser que se haya perdido entre las canas del Bboy que intenta sostenerse de cabeza antes que el semáforo le corte el intento y el temblor de su cuerpo lo delate lejos de aquella juventud que se quedó en el concreto. A lo mejor mi fe es esa imagen de una familia orando en un solo gesto, sentados los tres, madre, padre e hijo en las gradas de un hospital privado disimulando el cansancio y la frustración. Tal vez se la llevó entre los pies la mujer que repite las calles con los ojos perdidos, pidiendo dinero, tumbándose en el suelo, amenazando con su locura a todos los normales. Quizá la dejé ir en la frazada color camello que cubrió un cuerpo abandonado la mañana de navidad, lívido por el alcohol y la tristeza frente a la puerta de la casa que guardaba los fantasmas. O se fue volando entre los días. Entre las horas. Entre el afán del futuro y la saña del presente al mostrarme su crudeza.
Tal vez mi fe solo alcanzaba para detener las lluvias, para encontrar cosas perdidas, para mantener a raya la fiebre de los míos cuando no representaba en realidad ningún peligro.
Tal vez nunca tuve fe.
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