El muro era alto, el oleaje lo ameritaba. El agua golpeaba con fuerza, con rudeza, carcomía extremos, roía la roca y desenterraba raíces. El mar desafiaba, inundaba y dañaba. Rompía a su paso.
Ante el dolor del desastre se elevó un Rompeolas que defendiera la costa. Un muro terrible, de concreto, hierro, indiferencia, frío y distancia. Rocas inmensas disimulaban la tremenda estructura interior que se afianzaba al suelo, inconmovible, desafiando al mar que seguía llegando, dejando que se acercara, que embistiera, pero sosteniendo incólume el territorio conquistado. El mar se devolvía, no siempre presuroso. Dañaba, pero la costa mantenía su esencia, su certeza de permanecer estática, su falta de estragos.
El oleaje se detuvo, embistió de una forma nueva. Lenta, el agua se desbordó por cada centímetro de roca. Sin fuerza pero con seguridad. Recorrió el borde, pulsó cada esquina, encontró resquicios nuevos, los pulsó sin frío, sin violencia. La sal abrazó la roca, se impregnó de ella y la saboreó. Sal saboreando roca. Agua bebiendo metal.
Hasta que el mar cambio.

Y el rompeolas se desmoronó ante tanta ternura.
Sin fuerza, pero con seguridad. Con seguridad puedo decirte que los oleajes son perfectos. Cada movimiento, cada ola tiene un por qué. Los oleajes llevan a cualquiera hacia la orilla, solo los pacientes logran descubrir tesoros y rincones nunca antes explorados. Como un explorador vengo y descubro en tus textos, por momentos ásperos, como rompeolas, que predomina el deseo. El deseo de ser tierra, una isla en realidad, descubierta, explorada y conquistada.
ResponderEliminarEl mar conoce de rompeolas, conoce de islas, conoce de piedras, de las que se nutre y aprende. Sabe que no hay prisa y dice que no importa si el rompeolas se desmorona, seguirá abrazando cada una de sus rocas.