14 noviembre 2012

Aprender aprendiendo, para vivir viviendo.

Una vez tuve un accidente, uno de verdad. Fue en la época en que aprendí a conducir, conduciendo.  Prestaba el carro y aceleraba con cuidado a la casa de una amiga, que a veces estaba y que a veces era solo pretexto para moverme unas cuadras y probar a hacer cambios y mover correctamente el timón.

Ese día, como los otros, mi papá me dio las llaves sin chistar, ante las quejas de mi mamá.  Encendí el carro, que era blanco y demasiado familiar para mi gusto. Saqué despacio el embrague y llegué a la primera cuadra. Me acomodé detrás de un camión porque otro vehículo cerró el paso. Frené lento.  

Como a casi todos cuando empiezan a manejar, se me dificultaba sostener el carro en subida, que en este caso era bajada y con los nervios encima por el par de vecinos curiosos que observaban mis maniobras, confundí la cuarta con el retroceso. Un sonido parecido a platos rompiéndose.  El freno rápido. Las manos y los pies movidos por los nervios.  La culpa.  

Logré mover el carro y continué el recorrido, recortándole unas cuadras. No hubo visita con la amiga. Regresé con un sabor amargo en la boca y la angustia partiéndome el estómago.  Guardé el carro y fui directo a hablar con mi papá. Confesé mi crimen y ofrecí pagar cada centavo de la reparación.  Mi papá sonrió y aceptó la disculpa sin decir palabra.  Él arreglo la lámpara rota y siguió prestándome el carro. Creo que es una postal bastante cercana a lo que fue mi relación con mi papá y del amor incondicional que le tuve y que me tuvo, que le sigo teniendo y que me hace llover de vez en cuando.  Pero es una lluvia bonita.


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