Una vez tuve un accidente, uno de verdad. Fue en la época en que aprendí a conducir, conduciendo. Prestaba el carro y aceleraba con cuidado a la casa de una amiga, que a veces estaba y que a veces era solo pretexto para moverme unas cuadras y probar a hacer cambios y mover correctamente el timón.
Ese día, como los otros, mi papá me dio las llaves sin chistar, ante las quejas de mi mamá. Encendí el carro, que era blanco y demasiado familiar para mi gusto. Saqué despacio el embrague y llegué a la primera cuadra. Me acomodé detrás de un camión porque otro vehículo cerró el paso. Frené lento.
Ese día, como los otros, mi papá me dio las llaves sin chistar, ante las quejas de mi mamá. Encendí el carro, que era blanco y demasiado familiar para mi gusto. Saqué despacio el embrague y llegué a la primera cuadra. Me acomodé detrás de un camión porque otro vehículo cerró el paso. Frené lento.
Como a casi todos cuando empiezan a manejar, se me dificultaba sostener el carro en subida, que en este caso era bajada y con los nervios encima por el par de vecinos curiosos que observaban mis maniobras, confundí la cuarta con el retroceso. Un sonido parecido a platos rompiéndose. El freno rápido. Las manos y los pies movidos por los nervios. La culpa.
Logré mover el carro y continué el recorrido, recortándole unas cuadras. No hubo visita con la amiga. Regresé con un sabor amargo en la boca y la angustia partiéndome el estómago. Guardé el carro y fui directo a hablar con mi papá. Confesé mi crimen y ofrecí pagar cada centavo de la reparación. Mi papá sonrió y aceptó la disculpa sin decir palabra. Él arreglo la lámpara rota y siguió prestándome el carro. Creo que es una postal bastante cercana a lo que fue mi relación con mi papá y del amor incondicional que le tuve y que me tuvo, que le sigo teniendo y que me hace llover de vez en cuando. Pero es una lluvia bonita.
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