Cada pieza del rompecabezas tiene una foto, una mirada, un color, un lugar. Ahí estás en aquel momento en que te desconocía por completo pero te intuía. Luego, aquél primer encuentro. Caminamos por la calle ¿recordás? yo tropezaba a cada rato por mi manía de darme tumbos por la vida que se refleja en mis pies. Hablaste mucho. Siempre hablás pero no supe reconocer la expectativa y la emoción que nacía en tu cara. No te conocía. Todavía no te conozco.
El lugar estaba repleto y nos sentamos en la barra. Pediste cerveza y yo un té. Hablamos un par de horas, lo que para mi era extremo tomando en cuenta la poca habilidad social que he desarrollado para compartir con gente nueva. Me hablaste de la culpa, de tu vida, de tus amores, me contaste una historia y encontré tus ojos pero los disimulé. Nunca fui hábil para dar primeros pasos, ni entendí que vos buscabas que lo diera. Vinieron luego otras ocasiones, otras charlas, un café, postres, una cena, luz tenue, una caminata, tiempo. Podíamos hablar por horas enteras. escucharnos, reír, contar, caminar o sentarnos uno al lado del otro y el tiempo se volvía nada, todo eran palabras, palabras que salían desbordadas, la risa, la alegría de encontrar alguien con quien se era agua buscando cauce, sin importar que éste no existía. Estuviste y estuve y ya no estas y ya no estoy, pero quedamos grabados en esas postales. En la que estás y no estoy, en la que tomé y guardé, en la que te llevaste vos.
Aquel abrazo de despedida que debió ser encuentro, el beso que nunca fue y que quedó latente. Tu voz rompiendo la noche con ese tono grave que sin embargo guarda un poco de niño, yo viéndote, oyéndote, disimulando que estaba ahí solo por vos. Vos viéndome, disimulando que no estabas ahí solo por mi y luego el reclamo tibio de otra despedida que se quedo queriendo no ser.
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