El vestido apareció roto la mañana de navidad.
Era extraño porque no había nadie más en casa.
Los cortes eran precisos,
desnudaban el sitio
que debía cubrir piernas y senos.
Las tijeras callaron. Los alfileres se aferraron al alma de tela que los sostenía. La tiza aparentó no escuchar. La plancha de repente tenía migraña. Hubo silencio.
El vestido empezó a desangrarse en hilos delgados y los cortes perdieron la precisión.
Al silencio siguió un murmullo.
La tijera opinaba que estaba mal, que nadie debía usurpar sus funciones y menos con tan nefasto resultado. Los alfileres cuchicheaban entre ellos sobre la doble moral de la plancha y la indiferencia de la tiza. La plancha lanzó un par de nubecitas de vapor para mostrar su descontento y la tiza resumió en una línea cuánto le disgustaba la injusticia.
Los hilos continuaron cayendo, como lluvia constante, liviana, de esa que permite caminar sin que notés que te estás empapando, hasta que ya no hay remedio. La tela cedía contra su voluntad, el vestido era un mal chiste de lo que había sido.
El murmullo se hizo clamor.
Los alfileres opinaban que era sádico perturbar los nervios el día de navidad. La tijera exigía encontrar al culpable. La tiza dibujaba la culpa con aire despreocupado. La plancha se encargaba de recordarles que todos eran culpables.
Los hilos, se acumularon en el suelo hasta formar una montaña que resultó agradable para el gato y en pocos segundos el clamor cambió.
La tiza fotografió al gato. La plancha opinaba que las cosas sencillas de la vida le daban sentido a la navidad. La tijera se ofreció para armar una esfera en la que el gato pudiera rodar y los alfileres concluyeron que ninguna conspiración debía negarle la felicidad al gato.