Los miércoles no había clientela en el bar. La barra permanecía solitaria, excepto por el fulano que llegó en octubre, con su cargamento de sueños rotos y la lluvia detrás, con un par de historias fortuitas pero ninguna duradera, con un amor imposible como único cabo al que se ataba la vida y una extraña caja metálica bajo el brazo.
Una cadena larga, fina pero sólida, unía la caja a una especie de grillete en espiral que ceñía su brazo derecho y se escondía bajo la manga.
Detrás de la corbata y el traje de marca, mantenía una lucha constante entre el deseo de invisibilizarse y el de no pasar desapercibido. Una más de las contradicciones que arrastraba.
Tenía la risa pronta y una clara disposición a analizarlo todo, a presentar razones para desanimarse cualquier ilusión. No siempre lo lograba, pero le alcanzaba para creerlo.
La primera vez no me sorprendió el agua que se presentaba tras él. Luego de un mes de lluvias casuales fuera de temporada, empecé a suponer que era él quien las traía, pero no importó y el parecía no notarlo. Llegaba y pedía agua mineral, quejándose siempre del humo de mi cigarro. Se sentía cómodo narrando historias en las que era el protagonista y reía fuerte. Las horas se extendían entonces. El hablaba y yo escuchaba, mientras la noche se acumulaba fuera.
A veces se quedaba en silencio. Cerraba los ojos luego de un trago largo y se acariciaba con las yemas de los dedos, la parte superior de la nariz. Era un gesto lento, estudiado, metódico. Se hundía en recuerdos, sonreía y volvía inmune a las anécdotas.
Un miércoles cualquiera, cuando octubre quedó lejos, me atreví a preguntar por la caja. Él estaba abandonado en el gesto, las manos bajo los lentes y la caricia en la nariz. Se detuvo de golpe. Su rostro se tensó por un momento. Abrió los ojos y pude notar una mirada opaca (y por más que lo intento, no logro recordar el color de esos ojos).
Arremangó su camisa y me mostró la espiral. Vi la piel rojiza, irritada por el roce y la cadena.
Tomó la caja y abrió un pequeño seguro que tenía al frente. Dentro había otra caja, más pequeña, más delicada, siempre metálica.
Abrió la segunda caja y apareció una tercera, también metálica, grabada con figuras pequeñas que simulaban raíces. Bajo la caja un pequeño lienzo con trazas oscuras de sangre seca.
-¿Qué hay dentro? -pregunté, con miedo a no encontrar respuesta.
Me vio nuevamente a los ojos (o quizá no había dejado de hacerlo). Abrió la camisa, despacio, enroscando los dedos largos en cada botón, girándolos, descubriéndose.
El pecho estaba cubierto de vello oscuro y en el centro, levemente inclinada al lado izquierdo, la piel se abría en una grieta amorfa, que se extendía por el músculo. Los huesos atravesados como barrotes y un juego de arterias conectadas entre sí, como cables, enredadas, palpitantes.
No tenía corazón.
No sé si estaba en la caja.